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NOVIEMBRE 2010
Colectivos profesionales

Una opinión profesional sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio

Miguel Ángel Hortelano Anguita.
Abogado. Forum Jurídico Abogados Responsable del Área Procesal y de Seguros. Asesor Jurídico del Ilustre Colegio de Gestores Administrativos de Madrid.

Con arreglo a un documento de trabajo que ahora hace algo más de un año se hacía público por parte de la Secretaría General de Política Económica y Economía Internacional del Ministerio de Economía y Hacienda, elaborado dentro del proceso de contactos con los Colegios Profesionales previo a la aprobación de la hoy llamada Ley Ómnibus (Ley 25/2009, de 22 de diciembre, de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio) los padres intelectuales de la entonces nascitura normativa cifraban el impacto económico esperado del proceso de reforma nada menos que en “la creación de entre 150.000 y 200.000 empleos y un crecimiento del PIB alrededor del 1,2%”. Desde entonces y con el tiempo que llevamos de vigencia de la ley (entró en vigor el 27 de diciembre de 2.009) no parece que podamos todavía contemplar en nuestra economía la realidad de tan halagüeñas previsiones, que algo optimistas se nos antojaban ya como para verlas materializadas sólo al albur de una reforma normativa, por amplia y ambiciosa que ésta fuera. Lo que, en efecto, no puede negarse es que la reforma sí que es amplia y que sus objetivos son ambiciosos; el tiempo nos dirá cuál es su mayor o menor incidencia en nuestra esquilmada economía, si es que tal cosa realmente pudiera llegar a medirse.

El contexto en el que dicho instrumento normativo se incardina responde también a unos muy loables propósitos de liberalización de los mercados, lo que se encuentra en la esencia misma de la Unión Europea y de sus normas de convergencia, cuya trasposición al ordenamiento español es el origen y la razón de ser de la reforma que nos ocupa (Directiva 2006/123 del Parlamento Europeo y del Consejo de 12 de Diciembre de 2.006, o Directiva de Servicios). A lo largo de sus cuarenta y ocho artículos la norma modifica otras tantas leyes españolas, en materias tan dispares y diversas como son la Seguridad Privada, la Navegación Área, la Red de Parques Nacionales o los Hidrocarburos, sólo por poner algunos ejemplos.

De todas esas reformas legales parece que, naturalmente, han trascendido más a los medios y a la opinión pública las que se refieren a la prestación de los servicios profesionales y de un modo directo o indirecto, a los consumidores y usuarios de tales servicios. No en vano los dos ámbitos mencionados se relacionan de una manera íntima y constante cuando ya en la primerísima modificación de la Ley de Colegios Profesionales de 1.974 operada por esta reforma se liga al fin esencial de tales Corporaciones públicas, de forma explícita, el de “la protección de los intereses de los consumidores y usuarios”. Se supera así, creemos que con acierto, la trasnochada concepción gremialista de estas instituciones, de raigambre medieval y orientadas en su origen más al interés de sus miembros que a cualquier otra cosa, abriéndose con ello su abanico hacia la defensa de verdaderos intereses públicos. Esto es lo único que a la postre les da sentido en una sociedad moderna y en un estado social de derecho como el que proclama nuestra Carta Magna.

Hasta aquí, nada que reprochar a la norma; pero, como suele decirse comúnmente, quien hizo la ley, hizo la trampa. Ello lo decimos porque al tiempo que se moderniza y se adecúa la naturaleza de las organizaciones profesionales al fin que más justifica hoy en día su propio ser y la pervivencia de las importantes funciones públicas que todavía mantienen –las disciplinarias y de control deontológico, principalmente– no es menos cierto que la remisión que ha quedado abierta a una futura norma que determine cuál es el elenco de las profesiones que quedarán sujetas a la colegiación obligatoria, ha sumido a muchas de ellas en la mayor de las incertidumbres sobre su futuro, llegando a colocar a sus Colegios y Consejos Generales en la cuerda floja entre el ser y el no ser. He aquí el dilema, que no es otro en este caso que el de una liberalización mal entendida, pues la eliminación de trabas y de barreras no puede llegar a convertirse en la ley de la selva. Hasta hoy, con mayor o con menor fortuna, el control disciplinario de los profesionales colegiados lo hacen los propios profesionales colegiados, tanto en interés de la dignidad y de la lex artis de su propio saber o ciencia –que sólo ellos conocen en profundidad– como en beneficio de los usuarios de los servicios, lo que ahora la propia norma proclama de modo expreso, como esencia del interés público.

Admitimos que este sistema, que es el que tenemos, puede ser visto desde el lado del particular como eventualmente inclinado al corporativismo y seguramente que razones no le falten a tal lectura; pero, insistimos, es lo que tenemos y como todo es mejorable o hasta sustituible. Lo que no cabe es demoler irreflexivamente el sistema y dejar tanto a los usuarios de los servicios como a los profesionales que digna y honradamente los prestan –la mayoría– totalmente inermes e indefensos ante los irresponsables, los negligentes o los intrusos –que también los hay, lamentablemente–. Eso no es liberalización, ni eliminación de barreras o trabas administrativas; es sencillamente anarquía.

Decimos y lo creemos, que el sistema actual es mejorable, pero hasta el momento es el que mejor resultado ha demostrado. Nadie mejor que el profesional para defender la buena práctica del oficio del que vive y desenmascarar al ímprobo o al falaz. La natural desconfianza del particular ante la tentación corporativista del colectivo profesional muy bien puede limarse a fuerza de dar entrada en el sistema a las organizaciones de consumidores y usuarios, a las oficinas públicas de consumo o a otras autoridades u organismos que avalen la transparencia de los procesos colegiales. La experiencia nos dice que la referida desconfianza del particular es generalmente injustificada pues nadie hay más interesado en mantener el prestigio y el buen nombre de las profesiones que los propios profesionales colegiados que cotidianamente ejercen con probidad y buen juicio las elevadas tareas que la sociedad les confía. No hay mayor azote frente a negligentes, charlatanes e intrusos.

La desregulación o abolición de la potestad sancionadora de los colegios que se derivaría inevitablemente de la supresión de la colegiación obligatoria en determinadas profesiones sólo puede llevar al abismo de la impunidad de la mayor parte de las conductas negligentes que hoy los colegios persiguen y reprimen, de una forma gratuita y en beneficio de los particulares afectados y de la sociedad en su conjunto. La experiencia también nos demuestra que la alternativa judicial, por su coste y endémica lentitud, no es respuesta para la mayoría de estos casos y, de cualquier forma, siempre puede ser una opción compatible, complementaria, coetánea o ulterior a los propios procedimientos disciplinarios colegiales. El recurso a las autoridades de consumo, los órganos arbitrales de las administraciones o análogas instancias tampoco demuestra ser más eficaz. Estas instituciones se ven en la mayoría de los casos desasistidas de los conocimientos técnicos o científicos que son necesarios para detectar y acreditar debidamente una mala praxis profesional, con lo que en la práctica terminan remitiéndose a los propios Colegios para que les auxilien con su pericia o incluso para que sean éstos los que resuelvan las quejas o reclamaciones que les llegan. Esta es la realidad.

Seguramente en el término medio deba encontrarse la virtud. La colaboración abierta y transparente de los Colegios profesionales y sus comisiones disciplinarias con las asociaciones y autoridades de consumo pudiera ser la respuesta a este dilema.

Por más de ser a nuestro juicio esta materia que venimos comentando una de las más trascendentes de la reforma en el orden social y práctico, no queremos pasar por alto, siquiera sea para mencionarlos sucintamente, otros aspectos también relevantes, como la implantación de la “ventanilla única” y de los servicios de atención a los colegiados y a los consumidores y usuarios, la supresión de los visados obligatorios, salvo en los casos establecidos normativamente (acaba de publicarse el Real Decreto que regula esta materia, según mandato de la propia ley), la prohibición de recomendaciones sobre honorarios, la eliminación de restricciones a la publicidad, al ejercicio conjunto de las profesiones o fuera de la propia demarcación territorial. Muchos de estos aspectos a los que, en general, creemos que hay que dar la bienvenida por ser beneficiosos tanto para los consumidores y usuarios, como para los prestadores de los servicios, ya venían implantándose desde hacía años, de un manera progresiva y voluntaria, en el ámbito de los propios Colegios profesionales a través de sus estatutos, acuerdos y demás normas internas. Ello es una muestra más de que las organizaciones profesionales tienen su sitio en nuestra sociedad y que saben adaptarse a las exigencias de los nuevos tiempos.

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